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sábado, 28 de noviembre de 2015

VIRGILIO


Año dos mil y algo, caminar todas las mañanas hacia el trabajo en medio de la jungla de concreto de la avenida Reforma, en donde aún se ha mantenido uno que otro árbol que aún le da el toque verde natural a la ciudad capital; esquivando a los motoristas que andaban zigzagueando en la avenida o bien, teniendo precaución con la imprudencia de los camioneteros, que con tal de ganar pasaje, rebasan a diestra y siniestra sin importarles las vidas que ponen en riesgo estos cafres del volante.

Aún con este recorrido “arriesgado” que diariamente tomaba Virgilio, quien desde lo que era su casa ubicada en la doce avenida y diecisiete calle de la zona uno; caminaba todos los días para llegar a lo que era su lugar de trabajo ubicado al lado del antiguo edificio del Banco Del Café (Bancafe).

Durante el recorrido, todas las mañanas disfrutaba pasar al lado del estadio nacional Mateo Flores, sobre el lado de la preferencia en la dice avenida, donde recordaba siempre las idas al estadio cuando la Selección Nacional y los “rojos” del Municipal, tenían equipos competitivos y eran dignos representantes del fútbol nacional. “Ahora son una basura” decía Virgilio, “se las llevan de europeos, ganan miles y pierden todos los juegos”... Continuaba increpando.

Pero recordaba esas idas al estadios durante los años ochenta,, cuando los juegos eran intensos y la gente no era violenta, cuando los clásicos se vivían con pasión y no habían trifulcas; solo insultos y tiradas de cáscaras de naranja. Aquellas naranjas jugosas con pepitoria, sal y Chile en polvo.

Aquellas épocas, vivencias para contarlas a los hijos de nuestros hijos, otra cultura, otra actitud, que en los tiempos actuales se ha ido perdiendo.

Luego de pasar frente a esta magna instalación deportiva, al avanzar unos cuantos metros, pasaba al lado de las canchas de basquet y del gimnasio de la ciudad deportiva, en la zona cinco de la ciudad capital.

Siempre trataba de salir temprano para pasar justo a la hora en que jugaba el equipo de un colegio de prestigio ubicado en la décima calle de la zona uno... “Cuerazos” decía Virgilio, en especial por una jovencita de no más de dieciocho años, quien siempre entrenaba con un pantaloncillo ajustado proyectando su perfección de piernas como si fueran moñas, su pelo castaño rizado recogido y agarrado por un gancho, los ojos color miel de mirada profunda y su sonrisa permanente de dentadura perfecta, disfrutaba del juego.

Virgilio, luego de tantas rutas diarias que tomaba, desde el día que vio jugar a Carmencita, como le decían las compañeras de equipo; una que otra le decía “tenchita” situación que a ella no le molestaba y que a Virgilio le provocaba risa todos los días.

“Muy jovencita para mí” pensaba Virgilio. Él, mayor de edad, siempre caminaba con su traje impecable de color gris, su corbata azul marino, bien afeitado. A pesar de su elegancia, nadie le ponía atención. Las personas que pasaban a su lado diariamente, aunque fueran conocidas, no le ponían atención.

Nunca se animó a hablarle a Carmencita, ella ni atendía las miradas diarias que Virgilio le brindaba, miradas de ternura y cariño, admiraba a la jovencita deportista. Nunca se le insinuó, respetó su espacio y la dejó vivir.

El tiempo pasó y Virgilio mantenía su recorrido para poder disfrutar y amar en silencio a Carmencita. Virgilio en voz baja decía: “Algún día te fijaras en mi, y te demostraré lo mucho que podría hacerte feliz”.

Llegó el día en que Virgilio llegó al mismo punto y no volvió a ver a Carmencita. Nuevamente le había sucedido, se había enamorado de un imposible.

En su desesperación ya conocida, Virgilio decidió cambiar ruta y así buscar olvidarse de ella, de Carmencita, de quien nunca más volvió a saber. Pensó que en algún momento de la existencia podría encontrarse con ella. Pero no. De las que siempre se enamoraba, nunca las volvía a encontrar, ellas pasaban su vida por esta tierra mientras Virgilio, siendo un alma en pena que falleció durante una pelea a la salida del estadio, por defender a una dama de la que estaba enamorado, luego de un clásico, se mantenía errante, esperando encontrarla ya sea en esta o en otra vida.





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